Domingo V de Cuaresma – Ciclo A (Juan 11, 1-45) – 10 de abril de 2011



“Jesús, al ver llorar a María (...) se conmovió profundamente”

Aunque lo intentemos no escaparemos. Es un asunto que no se supera escapando, sino enfrentándola. Llega sin excepción, destroza algún corazón, nunca un gran amor.

Llega para darnos la oportunidad de vivir para siempre. Llega como una credencial para reencontrarnos. Es un signo significativo en las culturas y en nuestros días. Es un acontecimiento que nos permite encontrarnos con nuestros seres queridos.

Inteligentes y descorazonados. Sutiles y vulnerables. Vivos y muertos. En la tierra y en el cielo. Humanos y divinos. Cuando ella llega, quiebra nuestros corazones, nos hace llorar, nos muestra una soledad escalofriante,… relativiza nuestra vida estresada y estúpida. Nos vemos en el espejo como huesos secos, sí, aquellas radiografías que necesitan más que nervios y carne,… necesitan del espíritu divino, de una nueva creación, del soplo vital,…

Por ello, recuerda la última fotografía, aquella de la sonrisa, del abrazo, de buenas palabras, de emociones profundas, de fortaleza, de terquedad,… aquella fotografía que va más allá de sí misma.

La esperanza más que la desesperación, la presencia metafísica más que la ausencia llorona, la existenciamás que la ausencia, el amor más que los prejuicios, la ternura más que el machismo, la vida más que la muerte horrible. La fe más que la cerrazón, Dios más que los hombres, Jesús más que los prejuicios culturales.

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