Domingo I de Adviento – Ciclo B (Marcos 13, 33-37) – 27 de noviembre de 2011




“Manténganse ustedes despiertos y vigilantes”

 
“Yo voy, ahora o mañana, pero voy” eso decía un amigo. Efectivamente un día llamó que llegaría. El aeropuerto estaba muy cerca, limpie la habitación, preparé un buen desayuno y un plan para conocer la ciudad. A las 4 de la mañana me desperté, faltaba como dos horas, me dije que dormiría cinco minutitos más. Cuando desperté el amigo ya estaba en el comedor, alguien le recibió después de varios minutos de tocar el timbre.

Con el dolor de mis sueños, la vida cristiana no admite el sueño. No admite pasar por la vida omitiendo actitudes. No admite la confianza absoluta en la propia voluntad. No admite despilfarro si no es el del amor. Los desenfrenos pueden soñarnos en la desesperación.

La espera del gran amigo es fundamental. Puedes preparar la casa y la mesa, pero somos más que comida y propiedades, tenemos vida, sentimientos. La esperanza si no tiene como hallada principal a la fe, el amor queda como sin alas.
En la fiesta de adviento se espera vigilantes a Jesús, pronto nacerá. Pero definitivamente no iremos a una clínica para escuchar sus gritos, seguramente está en los gritos de muchos sufrientes. No iremos al supermercado a ver si está en oferta pero el consumismo no es la salvación. No iremos a las iglesias para buscar canjear milagros o comprar cupos, sino en la ofrenda de un corazón contrito y humillado. No repetiremos un número mágico de oraciones, pero sí oraremos mucho.

Dios no se queda en su cielo sino que vino para hacerse uno de nosotros y trabajo por la justicia y la paz. Su venida no debe darnos miedo sino ilusión, esperanza. Recordemos que es el creador, es el orfebre, somos su creación. Solo hay que pedirle y decir con fuerza:


Tú, Señor, eres nuestro padre,
tu nombre de siempre es «Nuestro redentor».
Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos
y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete, por amor a tus siervos
y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y bajases,
derritiendo los montes con tu presencia!
Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia.
jamás oído oyó ni ojo vio
un Dios, fuera de ti,
que hiciera tanto por el que espera en él.
Sales al encuentro del que practica la justicia
y se acuerda de tus caminos.
Estabas airado, y nosotros fracasamos:
aparta nuestras culpas, y seremos salvos.
Todos éramos impuros,
nuestra justicia era un paño manchado;
todos nos marchitábamos como follaje,
nuestras culpas nos arrebataban como el viento.
Nadie invocaba tu nombre
ni se esforzaba por aferrarse a ti;
pues nos ocultabas tu rostro
y nos entregabas en poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre,
nosotros la arcilla y tú el alfarero:
somos todos obra de tu mano.

(Isaías 63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7)


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