Domingo XXI del tiempo ordinario. Ciclo C (Lucas 13, 22-30). 22 de agosto de 2010
Los adultos apreciamos y reconocemos, ojalá no tarde, que la corrección de los padres nos anima en el trajinar de la vida. Incluso pedagogos y psicólogos no dudan de la importancia de la corrección, pero sí observan en las formas cómo corrigen los padres a sus hijos (No a la violencia).
La corrección camina de la mano del aprendizaje (de padres e hijos), es un largo y cuidadoso proceso ¡imprescindible! La pedagogía del padre que más éxito ha tenido es la del amor.
La pedagogía del amor tiene como objetivo desarrollar en el hijo o hija la seguridad, la autenticidad, la honestidad, la tolerancia. Una persona que se ama es capaz de amar y aceptar sin importar raza, religión, procedencia,… Además, es firme fijando fronteras entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, lo angosto y lo ancho, la autenticidad y la apariencia.
Juanito es un amigo que nos endulzó por buen tiempo la infancia, una vez le pillamos robando caramelos de la bodega de su madre y para callarnos exigíamos algunos caramelos, pero un día se nos acabó la “extorsión” porque nos dijo: “ya le dije a mi mamá que le he robado,… así que díganle si quieren”.
La verdad le salvó a Juanito. Nosotros nos considerábamos los honrados pero en realidad no nos interesaba la honradez sino nuestra avaricia infantil por los caramelos.
En la vida ¿hay un padre o madre malo? ¿Hijos malos? Algunos, muchos irresponsables sí. “Buenos”, casi todos levantamos la mano. Tenemos una mochilla llena con nuestras credenciales de buenos, orantes, éticos, estudiosos, humildes, fraternos, justos, inclusivos,… Toda la vida la cargamos y las mostramos por los caminos amplios de la sociedad de consumo.
En el camino de la vida somos buenos, lo sorprendente es que cuando acudimos a presentar nuestro currículum nos chocamos con la puerta estrecha, y debemos abandonar nuestras lindas y cuidadas credenciales para poder pasar nosotros mismos, sin ropajes. La gran contradicción desesperante es que no conocemos la puerta y es cerrada por el dueño de casa que no nos conoce. La meta debió ser la puerta (Jesús), entrar a la casa, la vida eterna.
En este proceso de aprendizaje, procuremos el amor, busquemos la puerta de la felicidad. Hay una imperiosa llamada a la conversión según el evangelio no según los criterios de imagen.
Referencia Hermenéutica:
La puerta: En las murallas de Jerusalén, hacia donde se dirigía Jesús con sus discípulos, había una puerta angosta llamada “La Aguja”, a la cual se refiere Él en otro lugar de los evangelios para indicar la exigencia de desprenderse de las riquezas materiales: Es más fácil para un camello pasar por el ojo de la Aguja, que para un rico entrar en el reino de los Cielos (Mateo 19, 24).
El pasaje del Evangelio de Lucas propio de este domingo se relaciona con esa imagen, y el texto paralelo de Mateo no sólo se refiere a la puerta sino también al camino: ancha es la puerta y espacioso el camino que conduce a la ruina; pero ¡qué angosta es la puerta y qué escabroso el camino que conduce a la salvación! (7, 13-14). Por su parte, la segunda lectura habla de los caminos tortuosos por donde debemos pasar (Hebreos12, 13). Así pues, las imágenes de la puerta estrecha y del camino difícil nos indican que para salvarnos, es decir, para ser verdaderamente felices, tenemos que buscar una vía opuesta a la del facilismo. La publicidad comercial suele invitarnos actualmente al éxito fácil, sin esfuerzo. La Palabra de Dios nos propone lo contrario: la auténtica felicidad, sólo podemos conseguirla desapegándonos de todo lo que nos estorba, es decir, de los afectos desordenados que nos impiden caminar y pasar por la puerta que nos conduce a la salvación. Y esto implica un esfuerzo de parte nuestra. Como escribió san Agustín (354-430 a.C.): “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
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