Domingo XXX Ordinario – Ciclo C (Lucas 18, 9-14) – 24 de octubre de 2010
“(...) por considerarse justos, despreciaban a los demás”
Tú y yo conocemos una amiga o un amigo, las primeras conversaciones se tornan idealistas. Se opina sobre la amistad, el matrimonio, la política, la equidad de género, las relaciones entre parejas, los valores morales, la amabilidad y el reconocimiento,… Gracias a Dios, el tiempo va presentando una radiografía más cercana a la realidad y a la calidad de personas con quienes nos relacionamos.
Nos mostramos como los grandes triunfadores o como las víctimas del “destino”. Ambos comportamientos nos afectan. A veces, uno no para de hablar de sí mismo, cuenta sus logros, lo especial que es para su familia, sus amistades influyentes, los lugares que conoce, las propiedades e inversiones que tiene, las veces que ha ‘descubierto la pólvora”. Después de un prolongado monólogo pregunta a la otra persona: ¿Cómo estás? ¿Y tú qué haces?
El otro comportamiento es el que busca captar la atención, presentándose como víctima. Contando las fatalidades de la vida, lo indefensos y abandonados que se encuentran. Son tan dependientes que si se prescinde de dicha conversación podrían “morir”. Tanto que el implicado se siente responsable y por una solidaridad innata no puede quedarse con las manos atadas.
En el fondo son formas de comportarse, hay que quitarles la panca exagerada o la fatalista y aterrizar. Ambas, aparentemente se complementan, pero es difícil porque cada una sigue su cauce mirándose con ojos exagerados. Al final, la persona tiende a la libertad, a ser autónoma en sus decisiones, a saber contar con los demás.
Las personas cuando pisan tierra van comprendiendo la autonomía no como autosuficiencia, la independencia no como egocentrismo, el cumplimiento no como perfección, la bondad no como santidad, los logros no como objetivos terminados, las metas superadas no como retos terminados. En este sentido, la autenticidad personal no pasa por depender de las opiniones de los demás, ni por compararse con los que los consideramos ‘peores’. Una vida transparente no esconde miedos, Dios la conoce tal cual.
Finalmente, lo justo es lo justo no según nuestros criterios personalizados, sino mirados con el corazón generoso y misericordioso de Dios. La vida está en construcción, no la tenemos terminada por más que la presentemos decorada, cada día necesitamos semejarnos a Dios no a nosotros mismos. Aceptar las debilidades y fortalezas es un buen plan para aprovechar las oportunidades que nos da Dios y superar las amenazas del orgullo y la arrogancia.
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