XXX T. O. – Ciclo A (Mateo 22, 34-40) – 23 de octubre de 2011


 


“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.”

Entre las controversias candentes que se presentan en el evangelio, una de ellas es esta: el amor.

 
Las controversias no se sostienen con cualquier “vecino”, sino nada más y nada menos que con los doctores, especialistas, autoridades, jerarcas sobre lo fundamental de la ley.

Jesús, venido de un pueblo pequeñito, sorprende, ya ha hecho callar a los saduceos y los fariseos no dudan en unirse para plantearle un tema sensible: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”.

Los especialistas son sacados de su cancha: la ley. Ellos, son especialistas argumentando con la ley, sus 613 preceptos les sumergían en especulaciones complejas y exasperadas. En esta controversia coinciden en la importancia del amor, y Jesús evita toda forma de legalismo.

El amor de Dios, semejante al amor al prójimo, le pone al hombre en el primer nivel. Si dices que amas a Dios y no amas a tu prójimo eres un mentiroso (San Juan). San Pablo refuerza, el que ama a su prójimo ha cumplido la ley entera. A los especialistas les está diciendo que el amor divino y humano se entrelazan, entrecruzan, implican, evalúan.

Si ambos se implican, entonces sentir amor, amar es un acto humano sin dejar de ser divino. No amas porque es un mandamiento, sino porque es una actitud que Dios te propone para darle sentido a tu vida. No es una norma hueca sino una experiencia que pone en buen camino nuestra existencia. Este amor, identifica al cristiano, lo caracteriza. Así es como la ley no está por encima del hombre, sino Dios.

La actitud de amar, el vivir para amar da sentido a los demás mandamientos. Así Dios se manifiesta con un amor nupcial, con el amor de madre que te siente en las entrañas y el amor del Padre misericordioso.

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