Tercer domingo de Pascua – Ciclo A (Lucas 24, 13-35) – 8 de mayo de 2011

“A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron”


La madre nos conoce antes de abrir los ojos. Es el primer rostro que conocemos, la primera melodía que escuchamos, el primer olor que olemos,…

Abiertos los ojos, crecidos pero no en todo. La mamá nos llama, nos pide que nos lavemos las manos antes de comer, nos presenta la comida de manera creativa y milagrosa cada día. La mamá nos da de comer cuando no podemos hacerlo solos, también se hace extrañar en la adultez porque nos regala postres y todo lo que nuestra ilusión infantil hace de ella un corazón de niño.

Abrimos los ojos para conocer, para reconocer, comprender, resolver, decidir,… Pero más que un proceso cognoscitivo es abrirnos a las buenas noticias, en muchos casos implica cambio de mentalidad: reconocerla de verdad, reconocer a Dios en el milagro de la vida.

Nuestro interior es rev
olucionado por la voz de un ser amado como la madre, la interiorizamos tanto desde la concepción que nuestro corazón quema con sus palabras. Abrimos los ojos y el corazón, ojalá en el tiempo oportuno.

En este día especial, nuestro corazón arde por el amor, el abrazo, la presencia de la madre. Ella siempre es la voz de la esperanza, la que nos da confianza en nosotros mismos, en los demás, en Dios.
Hoy nos sentaremos a la mesa, es difícil que la familia por más pobre que sea no tenga algo que compartir, siempre tiene algo para reconocer a quien nos da la vida. Hoy, más que una mera comida es un banquete real, a los ojos de la fe es un banquete divino.

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