Bendito sea mi Padre
De niño, solo o junto a mi familia viajábamos cada año para celebrar la fiesta del pueblo. Celebrar en familia o para mirar cuando los demás celebraban, llegábamos a casa y nos sentíamos forasteros. Me ilusionaba el viaje, pero al llegar los niños estaban anonadados con los visitantes, los regalos,… es decir jugaba solo, caminaba sin rumbo, sacar las hierbas del empedrado del patio de casa era divertido, me daba la tranquilidad.
No estaba profundamente perdido, me sentía lejos de mi familia aunque la tenía a mi lado. Como niño “callado” no disfrutaba mucho de las muestras de cariño de la familia visitante. Un palo se convertía en mi hermoso corcel, una rueda en mi auto de último modelo y una honda en mi arma poderosa de guerra.
El pueblo es tranquilo, con poca música, (eso lo hace triste), la gente no baila pero está presente. Sus panes deliciosos, familiares, grandes, con una hechura “distinta”; el chicharrón con mote, el jamón, la cecina de ternera y el pavo al horno. El chocolate y la leche se toman como agua del tiempo. Siempre pude saborear abundantemente de estos platos, yo era como la sombra de mi padre si él no me llevaba, le seguía.
Aunque niño el laberinto interior terminaba en las largas caminatas para visitar a la tía o comprar maíz. El sol tibio y el olor a anís de los caminos, las historietas narradas por papá y la curiosidad por dejar a alguna planta de durazno sin frutos daban paso rápido a las ranas, las luciérnagas y a veces la lluvia que opacaba el brillo de la luna y las estrellas. Papá me tomaba de la mano y con linterna en mano decía que el camino es corto, “en un cinco llegamos ‘cholo’ ”.
Conforme crecí ya jugaba con papá, con mamá, me hacía el perdido y no me dejaba encontrar, miraba como me buscaban, a veces se me iba la mano porque ya me dejaba encontrar cuando las lágrimas y la desesperación terminaban en un jalón de orejas y un gran discurso de ubicación o de buenos modales. Me llevaban a un lugar tranquilo, junto a ellos; aunque mi curiosidad estaba fija en seguir explorando los nidos de avispas, de las lagartijas, los pájaros de colores, los peces de agua dulce, y de lejos (curioso pero no tonto) los toros bravos.
Todo lo que les cuento fue gracias a mi papá, si él no me llevaba, no me recibía, no me subía a la camioneta fría o al bus con olor fuerte a gasolina, seguramente, los panes, la familia, las travesuras, los sueños, la historia, la tradición,… serían desconocidos, eso seria una experiencia dolorosa.
DOCUMENTO DE APARECIDA
“…Alabamos Dios porque siendo nosotros pecadores, nos mostró su amor reconciliándonos consigo por a muerte de su Hijo en la cruz. Lo alabamos porque ahora continúa derramando su amor en nosotros por el Espíritu Santo y alimentándonos con la Eucaristía, pan de vida (cf. Jn 6)…” (Documento de Aparecida n° 106)
De niño, solo o junto a mi familia viajábamos cada año para celebrar la fiesta del pueblo. Celebrar en familia o para mirar cuando los demás celebraban, llegábamos a casa y nos sentíamos forasteros. Me ilusionaba el viaje, pero al llegar los niños estaban anonadados con los visitantes, los regalos,… es decir jugaba solo, caminaba sin rumbo, sacar las hierbas del empedrado del patio de casa era divertido, me daba la tranquilidad.
No estaba profundamente perdido, me sentía lejos de mi familia aunque la tenía a mi lado. Como niño “callado” no disfrutaba mucho de las muestras de cariño de la familia visitante. Un palo se convertía en mi hermoso corcel, una rueda en mi auto de último modelo y una honda en mi arma poderosa de guerra.
El pueblo es tranquilo, con poca música, (eso lo hace triste), la gente no baila pero está presente. Sus panes deliciosos, familiares, grandes, con una hechura “distinta”; el chicharrón con mote, el jamón, la cecina de ternera y el pavo al horno. El chocolate y la leche se toman como agua del tiempo. Siempre pude saborear abundantemente de estos platos, yo era como la sombra de mi padre si él no me llevaba, le seguía.
Aunque niño el laberinto interior terminaba en las largas caminatas para visitar a la tía o comprar maíz. El sol tibio y el olor a anís de los caminos, las historietas narradas por papá y la curiosidad por dejar a alguna planta de durazno sin frutos daban paso rápido a las ranas, las luciérnagas y a veces la lluvia que opacaba el brillo de la luna y las estrellas. Papá me tomaba de la mano y con linterna en mano decía que el camino es corto, “en un cinco llegamos ‘cholo’ ”.
Conforme crecí ya jugaba con papá, con mamá, me hacía el perdido y no me dejaba encontrar, miraba como me buscaban, a veces se me iba la mano porque ya me dejaba encontrar cuando las lágrimas y la desesperación terminaban en un jalón de orejas y un gran discurso de ubicación o de buenos modales. Me llevaban a un lugar tranquilo, junto a ellos; aunque mi curiosidad estaba fija en seguir explorando los nidos de avispas, de las lagartijas, los pájaros de colores, los peces de agua dulce, y de lejos (curioso pero no tonto) los toros bravos.
Todo lo que les cuento fue gracias a mi papá, si él no me llevaba, no me recibía, no me subía a la camioneta fría o al bus con olor fuerte a gasolina, seguramente, los panes, la familia, las travesuras, los sueños, la historia, la tradición,… serían desconocidos, eso seria una experiencia dolorosa.
DOCUMENTO DE APARECIDA
“…Alabamos Dios porque siendo nosotros pecadores, nos mostró su amor reconciliándonos consigo por a muerte de su Hijo en la cruz. Lo alabamos porque ahora continúa derramando su amor en nosotros por el Espíritu Santo y alimentándonos con la Eucaristía, pan de vida (cf. Jn 6)…” (Documento de Aparecida n° 106)
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