¡”Hosanna al Hijo de David!”,
Domingo de Ramos es una fiesta de triunfo. Más allá de la simbólica entrada triunfal en Jerusalén, ciudad santa, su triunfo es amarnos hasta la muerte, en la cruz. El relato de la Pasión según el evangelio de San Lucas deja claro que son los dirigentes quienes “deciden” su muerte, y el mismo Jesús le da el sentido de donación, de siervo, de silencio radical ante la maldad de los poderosos.
La simbología de “la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén” es la del “Príncipe de la paz” (olivo), triunfante (laurel), en medio de aplausos (palmeras), reconocido por los humildes. Ojo: Como a todo egocéntrico irrita la competencia y mueve sus tentáculos para cambiar el “Hosanna” por el “crucifícale”.
El silencio, la verdad, la misericordia y la gracia se convierten en una gran provocación cuando vienen de o en nombre de Dios ante la bulla, la mentira (ignorancia), el juicio injusto, la autosuficiencia, el autoritarismo.
Jesús, vive todo desde la oración: su agonía, su fortaleza. En este camino a la cruz es notable la presencia de los más humildes: las mujeres que lloran las injusticias cometidas con sus propios hijos, las palabras de defensa del buen ladrón, del reconocimiento del centurión: “verdaderamente, éste era un hombre justo” y de quienes le seguían de lejos. Se puede sentir la serenidad en las últimas palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
El dolor y la muerte no lo experimento sólo Jesús, en la actualidad hay muchas personas que viven el dolor, la persecución, la burla, el odio, el desprestigio, la resolución de sacarles del camino, las postergaciones mediocres,… Jesús nos muestra que no son la última palabra, su fuerza acaba cuando el perdón, el amor y el Espíritu muestran su capacidad transformadora y eterna.
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