Ciclo A - II Domingo de Cuaresma 20-3-2011



“Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.”

Desde el miércoles de ceniza iniciamos el Tiempo de Cuaresma, estamos ya en el segundo domingo, y se destaca la oración y acción de dos personajes: Abraham y Jesucristo.

Abraham, es invitado por Dios a dejar la casa paterna e iniciar un camino hacia una tierra desconocida para él. Es una actitud radical, convencida, de fe. Si recordamos, la semana pasada se pedía a las personas que habitan cerca a la playa del pacífico abandonar su casa, pero prefirieron arriesgar su vida. Es el juego entre el estatismo y la dinámica existencial, entre el quedar mimados y ser autónomos y libres, entre la seguridad mortal y la aventura protegida.

El desenlace en un llamado así siempre es desconocido, temeroso, incluso causa agnosticismo. Salir de donde tenemos abrigo nos da escalofríos. Arrancar la dependencia nos sumerge en la argumentación  y justificación de necesidades. Cargamos maletas y mochilas, acumulamos papeles, recuerdos y cachivaches. ¿Qué nos dificulta salir y emprender el camino prometido y trazado como el mejor?

Las personas que han salido de su casa, de su país, de su “caparazón”,… saben las ventajas y la amplitud de la mentalidad que aporta tal experiencia. El camino cristiano no está hecho para abrigar el nido, sino para alzar vuelo. En aquellos días, el Señor dijo a Abraham: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre, y será una bendición… Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo.” Abraham marchó, como le había dicho el Señor.

Jesucristo en su transfiguración se da como un momento oportuno para encontrarse consigo mismo, con lo más profundo de su ser, con Dios. Ha emprendido el camino a Jerusalén y sabe que se cumplirá. Todo inicio de un nuevo camino tiene que pasar por el encuentro con Dios, la oración así fortalece.

Moisés (la ley)  y Elías (Profeta), centrales en el Antiguo Testamento respaldan la misión de Jesús, dialogan, hacen que sea una experiencia única e indescriptible para los discípulos Pedro, Santiago y Juan.

Los discípulos atinan a quedarse, asegurarse, aferrarse al lugar alto, hacer su casa. Ahí es cuando la transfiguración no se trata de quedarse en la mera contemplación, sino especialmente de estar involucrado con la historia, con los hombres en la tierra, contigo y conmigo. Hay una llamada de Jesús a bajar, como él mismo lo hizo, a servir, a morir por amor.

El camino sigue hasta Jerusalén, pide a sus discípulos que le acompañen y no digan nada hasta que haya resucitado. En Jerusalén les sorprende que nadie haga eco de la voz de Dios: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”. A Moisés le sucedió algo parecido, bajó del Sinaí y encontró que el pueblo hizo un becerro de oro y a Elías no dejaron de perseguirle.

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